Alejandro Kuropatwa fue una figura clave del under porteño durante los años 80 y 90. A su vez, fue un destacado militante de la diversidad, la libertad y el derecho a la salud de los pacientes con HIV. Como fotógrafo habitó la noche porteña, registró a buena parte de aquella generación de artistas -algunos consagrados, otros recién en ascenso- y ofreció su fotografía como herramienta de militancia durante esos años.
En la Argentina de los años 80, solía usarse –sobre todo en la prensa– una categoría medio difusa, pero muy popularizada: la etiqueta de “transgresor” o “transgresora”. Podía suponer tanto una valoración positiva como negativa. A su vez, también podía funcionar como una referencia general respecto de ciertos consensos mayoritarios o tradicionales. Por esto último, aunque estaba muy asociada al arte o a los medios de comunicación, su sentido desbordaba estos ámbitos y llegaba a actividades como el fútbol o la ciencia. Había artistas transgresores, pintores o músicos, pero también los había arqueros de fútbol, profesionales del derecho o estilistas, entre otros. Había quienes renegaban de esa etiqueta, otros la aprovechaban y hasta la disfrutaban. Podía ser una definición o también un eufemismo durante aquellos años de retorno a la democracia. Hoy es prácticamente un anacronismo más, como las palabras “croto”, “snob” o “petitero”.
En esa Buenos Aires de los 80 y 90, Alejandro Kuropatwa era considerado un fotógrafo “transgresor”, no tanto por su obra fotográfica en sentido estricto, sino por toda su auténtica forma de ser y de vivir.
Kuropatwa nació en 1956 en Buenos Aires, primero estudió arte en Argentina. Con 23 años se fue a los Estados Unidos para formarse, además, en fotografía. Allí también conoció, vivió y disfrutó la noche queer neoyorquina. Aquella experiencia fue intensa, tanto que tocó los límites de ese canon tan particular: en 1982, la Parsons School of Design en la que estudiaba rechazó para su muestra anual un conjunto de fotos que Kuropatwa había sacado intencionalmente desenfocadas. “Me censuraron en Nueva York, la ciudad más libre del mundo”, decía orgulloso.
Ya a mediados de los años 80, volvió a Buenos Aires con toda esa experiencia encima, empezó trabajando para Vía Valrrosa, la empresa familiar, fotografiando cosméticos y bijouterie, y continuó viviendo la noche como lo había hecho en Nueva York. Durante esos años, retrató a diversos personajes, muchísimos de ellos vinculados al rock, al underground a lo “transgresor” como Batato Barea, Fernando Noy, Hilda Lizarazu, María Gabriela Epumer, Andrés Calamaro, Charly García, Gustavo Cerati, Fito Páez, Federico Moura o los Ratones Paranoicos. De todos modos, su círculo fue mucho más allá, encontramos entre sus modelos a personajes como Isidoro Blaisten, María Luisa Bemberg, Luciano Pavarotti, Marta Minujín o Guillermo Kuitca.
En medio de aquella nueva vida porteña, Alejandro recibe un mazazo: un análisis confirmó que llevaba el HIV en su cuerpo desde los tiempos de Nueva York. Trató de enfrentar ese golpe emborrachándose junto a un asistente en el “Café de los Angelitos”. Tener SIDA en la Argentina de los años 80 era un desafío imposible de medir, imposible de transferir como experiencia encarnada. No sólo implicaba padecer lastres físicos, incertidumbres, bombazos anímicos; tener SIDA suponía recibir una agotadora carga moral y social, un peso enorme, excepcional y profundamente injusto. Pensemos que recién apareció un poco de esperanzas a mediados de los años 90, cuando la XI Conferencia Mundial sobre SIDA promovió el uso de un cóctel de medicamentos que permitía bajar la carga viral. Fue en ese momento que Kuropatwa sintió que había valido la pena sobrevivir casi diez años al virus.
Desde ese momento, Alejandro apostó a visibilizar la problemática de los pacientes con SIDA en Argentina, aún más de lo que ya lo estaba haciendo, realizando campañas y convocatorias, pero también aportando desde la fotografía. Así que aquellas pintorescas tomas que engalanaban los folletos de Via Valrrosa con labiales, aros y anillos -con los cuales Kuropatwa se había reinstalado en Buenos Aires- fueron reeditadas, pero esta vez para mostrar de una y mil formas en qué consistía el cóctel de medicamentos a los que apostaban quienes portaban HIV a fines de los 90 y cómo era la vida de sus consumidores.
Muchos lo recordamos recorriendo programas de televisión de lo más diversos, poniendo el cuerpo y contando qué pasaba en Argentina con los portadores de HIV y con la discriminación sexual. Kuropatwa sigue siendo rescatado del olvido y el ocultamiento, a pesar de su protagonismo reciente y de la exposición que obtuvo, sobre todo como militante queer y por los derechos de los pacientes con SIDA. Son tiempos en los que estos debates se aceleran nuevamente y en que ciertos rótulos condenatorios cobran nuevos bríos. Kuropatwa fue condenado por ser gay, por tener SIDA, por hablar con menos filtro que el resto, fue marcado como “frívolo”, “escandaloso”, “degenerado”, “asqueroso”… Hoy, treinta años después, seguimos viendo el mismo tipo de ataque dirigido a la misma población, con el mismo sesgo supuestamente moral y perverso.
Kuropatwa falleció en 2003 a los 47 años. Para algunos lo mató el HIV, para otros murió de otra enfermedad, dado que había logrado negativizar la carga del virus con el cóctel. Para muchìsimos más, no murió, porque lo seguimos viendo en algún video, en reivindicaciones, en marchas, libros, debates, en sus fotos. Y esa presencia sigue siendo necesaria en la Argentina de hoy –más allá de los valiosísimos avances médicos respecto del HIV– si la discriminación, los ataques y estas miserias que enfrentaba Kuropatwa siguen existiendo entre nosotros.